No hay palabra tan usada, cuando intentamos describir nuestros estados de ánimo, como apelar a los sentimientos para hacer entender cómo nos sentimos con relación a nosotros mismos o a nuestros semejantes, ya sean seres individuales o seres sociales. Y todos hablamos de sentimientos de manera prosaica sin saber en el fondo cuales son las características de cada uno de los que enumeramos y sin siquiera saber que nuestros estados anímicos o sentimentales son una intrincada interconexión de muchos de ellos y no aisladas sensaciones anímicas.
Y, ¿qué son los sentimientos?, ¿a qué llamamos sentimientos?. Bueno, eso depende de quien está formulando la pregunta; si es un moralista tratará de diseccionar los sentimientos en tanto en cuanto son los motivadores o las consecuencias de nuestros actos morales, de nuestro comportamiento, así decimos que actuamos de tal o cual manera para conseguir estados de afectividad determinados, hacemos o decimos lo que nos provee un determinado estado afectivo o hacemos o decimos lo que nos conserva un determinado estado afectivo.
Preocupación antigua de pensadores fue divagar sobre el qué hacer con nuestras pasiones, con nuestros sentimientos. ¿Qué hacer con las pasiones?, no sabemos si domeñarlas, educarlas, desterrarlas, o simplemente entregarnos desaforadamente a ellas. Y esa es una cuestión que sigue produciendo en nosotros la misma perplejidad que a los pensadores de toda escuela filosófica que se precie, ya hayan sido platónicos o epicúreos o cínicos o tomistas. No en vano Santo Tomás de Aquino escribió un prolijo tratado sobre las pasiones, volumen que forma parte de su “Suma Teológica”, y nuestro españolísimo Juan Luis Vives, quien llegó a escribir un tratado sobre la teología de las emociones y llegó a valorar en tiempos tempranos conceptos como el de que el hombre es “un animal difícil” o que los humanos son “intolerables a los otros y encuentran a los otros intolerables”, siendo precisamente los afectos y los desafectos, los sentimientos involucrados, los causantes de ello. Y en una cima del entendimiento moral de los sentimientos el magistral estudio de Baltasar Gracián sobre el “análisis del disimulo”, cuasi ciencia importantísima al tratar de sentimientos.
Juan Luis Vives (Valencia, 1492-Brujas, 1540)
Pero también se han ocupado de los sentimientos los escritores de todo tipo, poetas, dramaturgos, novelistas, y músicos, artistas plásticos, y un largo etcétera de todas las obras de la creación humana que tratan de reproducir en sus obras el mundo de los sentimientos, el mundo de las sensaciones. Los griegos nos los mostraron casi todos en sus obras de teatro o en sus epopeyas, las tragedias griegas son el recuento de casi todas las pasiones, tanto afectivas como violentas. En la Illíada leemos en su comienzo:
“De Aquiles, hijo de Peleo, canto, ¡oh diosa!, la cólera feroz”
“Conozco la maldad que voy a cometer, pero el “thymós” es más fuerte que mis propósitos, el “thymós”, la raíz de las peores acciones del hombre”
Por eso en los tiempos antiguos no se hablaba de sentimientos sino que se hablaba de pasiones y la evolución del pensamiento hará que, en un principio, sean los actos sensibles que experimentamos y después sean los actos experimentales que nosotros mismos analizamos. Pero los escritores nos han descrito y explayado todas las pasiones humanas, mas no nos han explicado por qué estamos sometidos a pasiones, nos han relatado y explicado cómo son las pasiones o cómo son los sentimientos, pero no nos han enseñado a entender por qué funcionamos así o de otra manera diferente. Conoceremos los celos de Otello y la avaricia de Shilock y el amor de Desdémona y la cólera de Aquiles, el de los pies ligeros, y el amor filial del Rey Lear, la duda existencial de Hamlet, el amor enfermizo de Don Juan o la arrogancia de Prometeo, pero ¿por qué cada uno de ellos actúa como actúa?, ¿qué impulsa a cada quién?.
No sólo escritores pontifican sobre sentimientos, los artistas plásticos han recreado, o intentado recrear, el mundo sentimental en sus creaciones; pintores, escultores, han llevado a su obra los sentimientos; y así tenemos la extraña afectividad de la Mona Lisa de Da Vinci o el éxtasis religioso de la Santa Teresa de Bernini.
El éxtasis de Santa Teresa, Gian Lorenzo Bernini, 1652
Y los músicos los han llevado a sus partituras como si fuesen directas extensiones de su sentimentalidad. Emil Ciorán nos asegura que Beethoven introdujo el “mal humor” en la música, conscientemente o inconscientemente, sus sentimientos están explayados en su música; los sentimientos heroicos de su 3ª. Sinfonía, “Heroica”; el destino que nos anuncian las cuatro primeras notas de la 5ª. Sinfonía, "La Llamada del Destino", que es como la denominó Beethoven, no como sobrenombre de la obra, pero sí como una especie de mensaje general. Beethoven lo explicaba a sus contertulios: "Es así como llama el Destino a las Puertas del Alma". Pero un destino no dramático, Beethoven podía ser dramático en su sinfonismo, pero nunca patético, y con la 5ª. Sinfonía consiguió, como él decía, "agarrar al Destino por el Cuello". Y nada de dramatismos porque una especie de precedente de la 5ª Sinfonía fue el cuarteto número Cinco del Op. 16; en el último movimiento donde encontramos las cuatro notas del principio de la sinfonía solo que en otra entonación, y está lleno de vida y de fuerza y de ganas de vivir. Y el panteísmo asociado a su 6ª Sinfonía, “Pastoral”; la gracia y el humor en la 8ª Sinfonía y los sentimientos libertarios de su 9ª “Coral”, y toda la compleja escritura musical de sus últimos cuartetos de cuerdas y la extraña y ambigua religiosidad de su “Misa en Re”.
Gustav Mahler refleja en sus sinfonías un viaje sentimental, por lo general en forma de batalla titánica entre el optimismo y la desesperación, en un lenguaje musical que destila ironía. Esta mezcla de alegría y desesperación, cuyo origen son tristes recuerdos de infancia, fue identificada por Sigmund Freud, a partir de una entrevista personal que sostuvieron ambos, como la característica sicológica del carácter del compositor. Sin embargo, todas las sinfonías, excepto la 6ª, finalizan en un ambiente de alegría o al menos de serena resignación. Su música transmite, en último término, una mezcla de vulnerabilidad humana y consumada musicalidad reflejando todos sus estados de ánimo. Desde el triunfalismo del hombre superior de su 1ª, “Titán”, a la salvadora 2ª, “Resurrección”, y a la prosaica y terrenal 3ª, la melancolía del “Adagietto” de la 5ª Sinfonía, y así pasamos a la religiosidad de la 8ª Sinfonía, de “Los Mil”. Toda la angustia y pena de Mahler ante la muerte abre el camino para las que habrían de ser sus tres últimas obras: la sinfonía con voces, “Das Lied von der Erde” (El canto de la tierra), compuesta en 1908, la Novena Sinfonía, comenzada ese año y terminada en 1910, y la Décima (inconclusa) esbozada en 1910. La Novena Sinfonía es una obra de despedida no sólo porque emplea el motivo de la sonata “Les Adieux” de Beethoven, sino por su total gama de expresión. Es el adiós de Mahler a la vida con su esposa Alma, con quien había sostenido una tormentosa relación; es un adiós al romanticismo. "Lebewohl", la expresiva palabra alemana de despedida abarca toda la 9ª. En la coda los fragmentos musicales se desvanecen buscando el silencio como reposo. Este movimiento representa el grado de pesimismo más alto alcanzado por Gustav Mahler en su obra musical y en su vida personal. Su obra refleja un conflicto espiritual intenso, cargado de dolor moral y de lucha interna por el conocimiento, es una música de anhelo y esperanza; de fatalismo y optimismo; de angustioso cuestionamiento de todo y de afirmación de lo universal; de intensidad emocional, de aislamiento intelectual y de sabiduría humana, junto con un cansancio y abandono del mundo. Todo esto es la esencia de Gustav Mahler, el mundo de sus sentimientos más íntimos.
Gustav Mahler
(Kalischt-Bohemia, 1860-Viena, 1911)
Y Carl Nielsen compone una sinfonía (la segunda) llamada “Los cuatro temperamentos” (colérico, indolente, melancólico y alegre) donde a través de la música entendemos cuatro estados de ánimo, cuatro temperamentos, cuatro sentimientos; el hombre impetuoso o colérico, el indolente o buen humorado, el melancólico o introspectivo y el alegre y divertido. Y quién no se ha demudado oyendo el Poema sinfónico, Op. 24, “Muerte y transfiguración”, de Richard Strauss, que evoca la agonía de un hombre en su lecho de muerte y transmite las sensaciones del moribundo de la poesía de August Ritter a través de las atmósferas sonoras.
Richard Wagner reinó en el mundo de los sentimientos y con ninguna obra lo hizo tan bien como con su ópera Tristán e Isolda. De ella ha dicho el psicoanálisis freudiano que Isolda no puede existir más que en el mito: ella encarna a Eros, la libido, el deseo sin fin y Thanatos, la muerte, la muerte liberadora. El drama wagneriano hace de su historia una aplicación del complejo de castración y una variante del mito de Edipo. Encarnación del amor narcisista, ella, Isolda, es para Tristán la “mujer-espejo” en la mirada de la cual encuentra él su propia imagen idealizada como en otros tiempos la había encontrado en la mirada de su madre. Isolda encarna la presencia de la muerte liberadora como coronamiento necesario del amor. El papel de Isolda en la partitura musical del drama wagneriano se encuentra extraordinariamente cargado desde el punto de vista emocional. Sobrepasa el caso particular de una heroína de leyenda y de una época para convertirse en portadora de mensajes sentimentales de alcance universal.
Y del encantamiento de la creación artística al más prosaico mundo de la ciencia, al mundo del estudio de las ciencias de la psique, al mundo de siquiatras y sicólogos y neurólogos y al mundo del sicoanálisis. Ese largo caminar del pensamiento complejo que nos llevó de las fuerzas mitológicas a la contemplación de nuestra propia conciencia por la filosofía, nos empuja ahora al estudio de nuestro inconsciente, por un lado, y al estudio de nuestro consciente y de todo lo que hace nuestro aprendizaje. Lamentablemente ambas vías se desarrollaron de modo separado sin tomar en cuenta lo que en cada una de ellas había de importante para el desarrollo de la otra. Una gran lucha entre el inconsciente freudiano, que obvió los conocimientos y los aprendizajes, y el conductismo que desconoció las motivaciones inconscientes. Los sentimientos son pues una consecuencia integrada de nuestro aspecto evolutivo, de nuestro aspecto biológico, de nuestro aspecto sicológico y de nuestro aspecto social. Todos y cada uno de ellos y, tanto si son adquiridos, como si son innatos, si están grabados en nuestros genes o son adecuaciones culturales, si son solo expresiones locales o son manifestaciones universales.
Un gran autor español sobre sentimientos, Juan Antonio Marina, propone una sencilla y escueta definición para los sentimientos:
“... los sentimientos son el balance consciente de nuestra situación”
Pero tal vez la vida sentimental sea algo más que un balance consciente de nuestra subjetividad. Los sentimientos pueden modificar nuestro pensamiento al igual que nuestro pensamiento puede modificar nuestros sentimientos. Hay una relación circular y compleja entre todos ellos. Los hechos pueden modificar el pensamiento, los sentimientos y nuestro entorno, al igual que el entorno subjetiviza nuestros pensamientos y nuestra acción y por tanto nuestros sentimientos. O tal vez es todo mucho más sencillo y nada hemos de interiorizar, nada hemos de conocer de modo consciente, sino simplemente, sentir, como el gran poeta Ricardo León dice:
Amar es todo, conocer no es nada.
¿Quién la razón de la razón conoce?
Deléitate en los brazos de tu amada,
sin descender al fondo de tu goce.
Nuestra vida es una evaluación continua de nuestra acción ante nuestras necesidades, nuestros deseos y de nuestros proyectos, aunque a veces sea deliciosamente irracional como Ricardo León nos propone. ¿Y si fuese como René Descartes nos propuso?:
“...el corazón tiene razones que la razón no conoce”
Lo que si es definitivo es que los sentimientos nos sobrevienen por actos conscientes en los que uno está involucrado. Existe un conocimiento objetivo por el que, de modo distanciado, nos mantenemos ante las cosas, pero también existe el fenómeno afectivo por el que nos involucramos también en el objeto. Hay sentimientos que se producen en nosotros mismos pero también hay sentimientos que nos produce el mundo externo a nosotros. Los sentimientos nos hablan de nuestro estado y nos hablan también del estado externo y como nos afecta. Los seres humanos somos unidades de memoria que almacenamos información para dirigir la acción sobre las cosas que queremos. Almacenamos información en tanto en cuanto afecta a nuestros propios intereses. Y las cosas que nos interesan, porque nos afectan, son, en una escala de inmediatez: sensaciones de placer o de dolor, después deseos de querer hacer o no y por último los sentimientos. Esta ultima manera de valorar nuestro interés o desinterés por algo nace de la valoración subjetiva entre nuestras necesidades y nuestras realidades. El mundo de los sentimientos une la generalidad con la particularidad.
Pero aún no podemos responder a la pregunta que ha inquietado al hombre pensante por los siglos de los siglos:
“¿Por qué soy como soy?
¿Por qué siento como siento”
Y cuando de responsabilidades se habla, por ser como somos, ahí está Emil Cioran que nos ilustra en uno de sus aforismos de “El inconveniente de haber nacido” :
“El problema de la responsabilidad solo tendría sentido si nos hubiesen consultado antes de nuestro nacimiento y hubiésemos aceptado ser, precisamente, ese que somos”
Independientemente de cómo estimemos nuestras responsabilidades sobre nuestras actuaciones en la vida, nuestras ideas y nuestros raciocinios sobre la vida o sobre nuestras vidas tienen que ver más con nuestras agonías de pensamiento que por los hechos en sí mismos. Tal vez sea cierto lo que dice George de Santayana:
“Vivimos trágicamente en un mundo que no es trágico”
que tiene mucho que ver con lo que Epicteto también decía:
“Al hombre no le hacen sufrir las cosas,
sino la idea que tiene de las cosas”
Los sentimientos aparecen cuando se dan de modo conjunto el hecho real y la interpretación que del hecho hacemos, por ello Nietzsche decía que:
“Nuestros sentimientos dependen de nuestros juicios de valor; éstos corresponden a nuestros instintos y a sus condiciones de existencia. Nuestros instintos son reducibles a la voluntad de poder”
Ese gran escéptico que fue Arthur Schopenhauer, consideraba la vida humana como una gran tragedia porque esta era una valoración continua de nuestros actos como una serie de esperanzas defraudadas, proyectos frustrados y errores advertidos cuando ya es demasiado tarde. Una visión así de la vida es la valoración de nuestros deseos y anhelos desde una visión pesimista de la vida, pero es una valoración en sí misma y por tanto creadora de sentimientos.
Y en uno de esos colmos del pesimismo existencial, Emil Cioran nos dice en otro de los aforismos de “El inconveniente de haber nacido”:
“Cuando uno se conoce bien, si no se desprecia totalmente es porque está demasiado cansado para dedicarse a sentimientos extremos”
Ese gran motor del aumento de la complejidad consciencia, el deseo, se alimenta de lo que Ortega y Gasset llamaba: “el pulso de vitalidad propio de cada alma” y que, en algunas personas, se presenta de modo ascendente y en otras descendente; hay pulsos de vitalidad basados en la seguridad en uno mismo o en la inseguridad en uno mismo, lo cual tiene que ver con las diferentes personalidades afectivas. Eysenck hablaba de personalidades extrovertidas y personalidades neuróticas. Las caracterizaciones típicas de una y otra manera de la personalidad afectiva serán forjadas por los deseos, por lo que un análisis de los deseos de una persona nos dará un análisis de su personalidad afectiva.
La “paidea”, la educación, es la educación de los deseos. Nuestros estados sentimentales tienen que ver con el dominio o no de nuestros deseos, en unos casos, y en otros simplemente con la ausencia misma de deseos. Son los deseos el gran motor de acción para Emil Cioran:
“En cuanto se deja de desear, se convierte uno en ciudadano de todos los mundos y de ninguno; se es de aquí por el deseo; una vez superado el deseo, no se es ya de ninguna parte y ya no se tiene nada que envidiar a un santo o a un espectro”
Nuestros deseos o la dirección en que apuntan nuestros deseos está programada en nuestros genes pero no de un modo categórico ya que pueden ser influidos por la experiencia. Somos un sistema de almacenamiento de información que está continuamente interactuando con el medio, influyéndose mutuamente. Nuestra conciencia condiciona nuestra fisiología y nuestra fisiología condiciona nuestra conciencia, es un camino bidireccional que nos puede permitir tener todas las posibilidades de acción o ser precisamente nuestro gran limitante.
Nuestra inteligencia puede hacer que los deseos se proyecten en el tiempo con lo que condicionamos el presente al dirigir la acción hacia un futuro. Hacemos proyectos que satisfarán nuestros deseos futuros. Aquí interviene la tercera fuerza de la acción vital con las motivaciones hacia el futuro. Nuestras emociones del presente tienen que ver con la evaluación de un suceso con respecto a las metas que teníamos previstas. Esas metas, sin embargo, han sido puestas tras un análisis consciente de nuestras necesidades, nuestros deseos futuros o nuestros proyectos.
Lo que somos, nuestra unicidad específica, está en la memoria de cada persona. La memoria no es un recipiente de información estática, como la memoria de las computadoras, sino que es un archivo totalmente activo e interactivo de la información allí residente, información que se está produciendo continuamente, y reproduciendo cuando se necesita, en un conjunto de actos que marcan nuestras conductas y nuestras afectividades. Funcionamos de acuerdo a esas informaciones almacenadas y ellas son las que van a determinar nuestro hacer. Saber algo es “saber hacer” algo, lo que hacemos desde ese conjunto híbrido de sistema fisiológico-conjunto de informaciones, es lo que a fin de cuentas llamamos comúnmente “personalidad”.
Nuestra memoria individual y nuestra personalidad están formadas también por los planes que tenemos previstos como respuestas a las situaciones planteadas, o habilidades para responder a las situaciones planteadas, habilidades o respuestas que pueden ser aprendidas y que formarán parte importantísima de nuestra “personalidad”. Muchas de estas respuestas están basadas en las creencias grabadas en nuestra memoria personal. Tenemos creencias y estas están construidas sobre expectativas de futuro. Hacemos tal o cual cosa porque creemos que nos reportará a futuro estados de bienestar. Algunas de las creencias son aprendidas, como la compasión o el optimismo, la curiosidad y la tolerancia, pero en la mayor parte de los casos es difícil establecer si muchas de nuestras creencias son naturales o son aprendidas.
La memoria individual también está influenciada por nuestro entorno; nuestra concepción individual está hecha un poco con lo que los demás piensan de nosotros y también un poco con lo que nosotros estimamos que es la opinión de los demás sobre nosotros. El “yo” viene a ser el recuento de las actividades y sentimientos de mi mismo, el “yo” es mi opinión sobre mí mismo. Modernamente llamamos a esta propia opinión sobre nosotros mismos: “self” y usamos el “yo” simplemente para determinar a los procesos de la mente que hacen posible las experiencias.
Pero nuestra memoria individual tiene un componente muy importante que es el regulador de los actos de la persona, o en realidad viene a ser como la fuente de la energía que enerva nuestra acción; me refiero al “yo personal”, esa evaluación de lo que nosotros creemos que somos y de lo que somos capaces de hacer. Esa energía es la que nos hará movernos desde el conocimiento de lo que podemos hacer a hacerlo; es el ánimo, es el impulso, es la fuerza enervante que se puede desencadenar en determinados momentos o no, es el “elán vital”. Esa energía no está siempre presente sino que aparece o desaparece de acuerdo a las estimaciones que hacemos de nosotros mismos. Nosotros decimos, en determinado momento, si somos capaces o no de hacer determinados actos y de esa consciencia salen, o no, las fuerzas.
Baruch de Spinoza pensaba que la esencia del hombre era el “deseo racional”, es decir todo lo que exalta el ánimo, aumenta la energía, expande los pensamientos, etc. A los hombres los mueve el ansia de poder, de dominación, casi como un instinto animal y ahí radican los sentimientos de arrogancia y soberbia, pero también los sentimientos de orgullo cuando pensamos que nuestras potencialidades nos deparan estados de bienestar. Y no se entienda estos anhelos de poder como manifestaciones de fuerza sobre nuestro entorno social, no, simplemente, el reconocer en nosotros mismos esos poderes, el sentirnos provistos de habilidades y sentirnos capaces de controlarlos, nos hace crecer en la estimación de nuestra potencialidad. Todo ese conjunto de potencialidades creadoras auto controladas, es lo que llamamos comúnmente “fortaleza”, que es la administración racional de nuestras potencialidades con dos vertientes a manejar: la firmeza del carácter y la generosidad de nuestros actos. La fortaleza administra ambas vertientes. Entonces la vida de los sentimientos del hombre es una lucha entre ambas vertientes, la de nuestra personalidad o nuestro “propio yo”, que con firmeza defiende su unicidad, y la generosidad amplia que debe tener con respecto al resto de los hombres con los que se relaciona y a los que, por ello, proveerá de compasión.
Los sentimientos hacia nosotros mismos serán decisivos para el tratamiento sentimental de los actos que deban enfrentar en la vida los sentimientos que generemos como propios. El aprecio o menosprecio que tengamos sobre nuestro yo personal será un rasgo de nuestro carácter, el cual puede llevarnos a niveles de optimismo o de pesimismo, dependiendo de cómo como nos evaluemos. Niveles altos de aprecio a nuestro yo individual, lo que comúnmente llamamos ahora autoestima, propenden a actos que nos deparan estados de bienestar y los niveles altos de menosprecio llevarán indefectiblemente a depresiones. Muchas veces esos niveles altos de menosprecio están creados por poner en nuestras vidas cotas muy altas o difíciles de alcanzar o no asequibles a nuestras potencialidades.
Una de las primeras evaluaciones que hacemos de nuestro yo personal es precisamente el poder de eficacia que nos asignamos y esta sensación de eficacia sobre nuestras potencialidades es normalmente un hábito de conducta. Muchos podemos saber tener determinadas potencialidades, pero no todos las vamos a usar eficazmente o “inteligentemente” de modo igual.
Cuando hace crisis nuestro “self”, es decir cuando tenemos una pobre imagen de nosotros mismos, se produce un destrozo en nuestra identidad, un vacío de identidad y una nueva búsqueda de identidad con automarginaciones sobre la anterior. El siquiatra Carlos Castilla del Pino resalta la marginación cuando se presenta, por ello:
“… privación de relaciones eróticas, aislamiento de relaciones de amistad y sociales, fenómenos todos de privación afectiva”
Estas crisis del “self” producen estados de frustración en los ámbitos sexuales, afectivos y profesionales. Y más aún, el temor a padecer crisis del “self” produce angustias al percibirse que podemos perder las relaciones que habíamos previamente logrado, a perder incluso la propia identidad. Y estas crisis del “self” producen trastornos en el comportamiento; nos volvemos impulsivos, somos incapaces de hacer planes concretos, somos inmediatos, no hay sueños ni ilusiones ni futuro. También producen trastornos en los procesos del conocimiento, lo cual nos hace caer en alucinaciones, creamos historias delirantes, construimos mundos inexistentes, vagamos entre fantasmas incorpóreos. Y también producen trastornos en nuestras capacidades afectivas lo que nos lleva a estados de ansiedad y de angustia y de depresión, a estados maníaco depresivos. La personalidad neurótica es simplemente una persona insegura, es una persona que ha evaluado mal su “self”, de modo total, o en algunas de las partes que lo componen.
Y ese “yo” puede ser tan pesado como para que haga decir a Emil Cioran:
“Deberíamos haber sido dispensados de arrastrar un cuerpo.
Bastaba el peso del yo”
Nuestra memoria personal va componiendo una historia de nuestra vida con todos los prolijos detalles que la componen, pero tan largo texto nosotros lo reducimos sumariamente a aquellos sucesos de nuestra vida que creemos son importantes por trascendentes y motivadores de lo que creemos que somos. Nosotros creamos nuestra propia historia como una gran novela, escogiendo los capítulos que creemos relevantes para entender la trama, y el resto lo almacenamos en algún rincón olvidado de la memoria. Pero esta creación literaria que hemos montado con nuestra vida puede ser tremendamente dañina para su constructor, ya que nada nos garantiza que hemos escogido los mejores capítulos de nuestra vida o que los hayamos valorado debidamente. Es posible que algunas de nuestras crisis actuales tengan que ver con la indebida escogencia de los actos de nuestra vida que creíamos relevantes. Es posible, por ejemplo, que construyamos un capítulo de nuestra vida con la creencia de que nuestras relaciones afectivas (sociales o familiares) fueron malas porque hubo fallas, o malas acciones, intencionales, por parte de los miembros de la sociedad o de la familia hacia nosotros. Este capítulo de nuestra vida, así contado, condicionará nuestros sentimientos futuros hacia ellos. Pero si retrocedemos en la novela de la vida y evaluamos de nuevo ese capítulo y ahora lo escribimos pensando o creyendo que la mala relación social o familiar se debió más a las inocentes deficiencias propias de un ser en tiempos difíciles, o simplemente a errores, entonces nuestros sentimientos futuros cambiarán de modo radical. ¿Y por qué es importante esta escogencia? Porque el modo en que montemos nuestra historia personal va a interactuar en nuestra vida sentimental y la va a condicionar de modo sensible.
¿Qué hacer con nuestros sentimientos? José Antonio Marina, autor de varios libros sobre los sentimientos, nos dice que lo primero que debemos hacer es conocerlos, conocer como se construyen en nosotros, como nos afectan. Más aún, José Antonio Marina, piensa que la ética es, simplemente, “la inteligencia puesta al servicio de la afectividad”. El ser humano es inteligencia, es memoria, y es afectividades.
Los sentimientos son un lenguaje hermético cuya interpretación nos delata nuestra propia conciencia. Andamos por la vida y actuamos tratando de que los sentimientos que nos embargan, o nos invaden, hagan mejorar nuestra vida de afectos, por ello Arthur Schopenhauer nos recomendará que:
“para andar por el mundo es útil llevar consigo una amplia provisión de circunspección y de indulgencia”
La primera de ellas nos garantizará contra los prejuicios y la segunda nos pondrá a salvo de disputas y peleas. Puro sentimiento.
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