Colegio de la Inmaculada de Gijón. Padres Jesuitas, de los de A.M.D.G, Octubre de 1965. Comenzar 5º año de bachillerato era estrenarse de hombre y hombría. Acabábamos de pasar airosamente la dura Reválida de 4º año, lo cual nos daba un aire de suficiencia que nos permitía enfrentar el nuevo año con optimismo. Un nuevo año, nuevas materias y nuevos salones de clases que acrecentaban aún mas nuestra ya inflada autoestima, debido a que los nuevos salones de clase estaban en el piso superior, donde los mayores, y eso ya nos separaba de los pipiolos y nos acercaba a los señores preuniversitarios. De todos modos, los novísimos pantalones largos, que también estrenábamos, ocultaban un leve temblor al conocer a los nuevos profesores de las nuevas materias en las nuevas aulas. Y de todas las aulas nos sorprendía entrar por primera vez en la tan oída Aula Escalonada, enigmática aula ligada al laboratorio de Química del Colegio, aula que albergaba, así mismo, en aquellos años 60, la avanzadilla de la educación por imágenes con las proyecciones de películas y “filminas”. Acomodados nerviosamente en nuestras sillas esperábamos, expectantes, ver salir, por la puerta que comunicaba con el laboratorio, a un cura, uno más en nuestro largo aprendizaje. Nos sorprendió ver salir a un cura, sí, pero enfundado en una blanquísima bata de laboratorio, que contrastaba con la negrísima sonata habitual. El empaque del personaje me impactó desde el primer momento. Alto, fornido, y con un aire de distinción y serenidad que infundía, a la par que respeto, afecto inmediato, sobre todo por una media sonrisa que jamás se le quitaba de la cara.
Andaría el cura, por aquellos días, rondando los 54 años, pero con esa especial valoración que de la edad tenemos cuando somos muy jóvenes, lo vi como un hombre maduro en la plenitud de su vida, y ahora pienso que yo casi tengo los mismos años que él tenía entonces. Y mientras tanto, entre aquellos tiempos y estos, transcurrió entre ambos una relación de influencia docente y cultural que fijaría mis gustos y aficiones para el resto de mi vida.
El hombre que acababa de atravesar aquella puerta del aula escalonada, dispuesto a comenzar una clase de Química, encaminaría mi vida por el mundo de la química y por el mundo de la riqueza bibliográfica de nuestra querida Asturias. Conservaré siempre, con muchísimo afecto, sus orientaciones y sus estímulos para amar y atesorar libros, ser un bibliófilo, ser un investigador de la historia y las costumbres de nuestro entorno cultural. El me descubrió el embelesador mundo de las transformaciones de la materia, casi mágicas, que se producen en un laboratorio de química. El me descubrió el mundo apasionante de los tubos de ensayo y los alambiques y los matraces y las pipetas y los almireces y las fiolas y retortas. El me enseñó a destilar y a filtrar, a oxidar y a reducir, a usar mecheros bunsen y bombas de reacción y me enseñó los nombres mágicos de los elementos químicos y me contó sus historias. La química tiene mucho de magia, por eso embelesa una mente febril e investigadora. Él nos permitió jugar con ella, hacerla parte de nuestra vida diaria casi como un ritual alquímico. Nuestros juegos habituales de patio fueron sustituidos por ejercicios atrevidos de aprendices de brujo, que lo mismo descomponían clorato de potasio que nitraban benceno, hacían pólvora o aprendían a encender lamparillas de alcohol con solo usar ácido sulfúrico y permanganato de potasio (operación feérica, casi mágica, para novicios). Y cuando acabábamos de componer y descomponer materias inorgánicas y orgánicas, nos llevaba a su otro mundo, al mundo de los libros, al mundo de la bibliografía, al mundo de los pergaminos, de las cartas y folletos, opúsculos y manuscritos, al mundo de su Biblioteca Asturiana residente en la Torre del Colegio, otro de esos sitios enigmáticos, por lo que de desconocidos eran por poco transidos, para nuestras mentes estudiantiles. Allí aprendí con él a conocer una biblioteca temática, a manejarla, a usarla, a disfrutarla. Allí aprendí a querer y a gustar de todos los temas que tenían que ver con Asturias, su historia, su geografía, su folcklore, su geología, su cultura, su heráldica, en fin, todo lo que podemos imaginar que tenga que ver con la región asturiana y que haya sido publicado o escrito o fotografiado.
Allí, entre aquellas inmensas paredes cubiertas de libros que ocupaban dos pisos, trabajaba un oscuro fraile, un hermano lego, a quien conocíamos de hace tiempo, había sido nuestro profesor de dibujo hacía años y era regente de la “Procura”, un pequeño kiosco que nos surtía de todo tipo de chucherías de la época (boles de anís, caramelos de la gocha y galletes de coco). El hermano Francisco Corteguera, malhumorado y ceñudo, pero exquisito y dedicado artista, era el habitante perpetuo de la Biblioteca Asturiana, se afanaba en dibujar e iluminar en pergaminos los principales escudos de armas de las familias hidalgas más connotadas de Asturias. Sus obras colgaban alrededor de la Biblioteca Asturiana otorgándole al conjunto un especial aire de rancia nobleza. De sus obras conocí los orgullosos y altivos lemas heráldicos como el de los Quirós y los García:
Andaría el cura, por aquellos días, rondando los 54 años, pero con esa especial valoración que de la edad tenemos cuando somos muy jóvenes, lo vi como un hombre maduro en la plenitud de su vida, y ahora pienso que yo casi tengo los mismos años que él tenía entonces. Y mientras tanto, entre aquellos tiempos y estos, transcurrió entre ambos una relación de influencia docente y cultural que fijaría mis gustos y aficiones para el resto de mi vida.
El hombre que acababa de atravesar aquella puerta del aula escalonada, dispuesto a comenzar una clase de Química, encaminaría mi vida por el mundo de la química y por el mundo de la riqueza bibliográfica de nuestra querida Asturias. Conservaré siempre, con muchísimo afecto, sus orientaciones y sus estímulos para amar y atesorar libros, ser un bibliófilo, ser un investigador de la historia y las costumbres de nuestro entorno cultural. El me descubrió el embelesador mundo de las transformaciones de la materia, casi mágicas, que se producen en un laboratorio de química. El me descubrió el mundo apasionante de los tubos de ensayo y los alambiques y los matraces y las pipetas y los almireces y las fiolas y retortas. El me enseñó a destilar y a filtrar, a oxidar y a reducir, a usar mecheros bunsen y bombas de reacción y me enseñó los nombres mágicos de los elementos químicos y me contó sus historias. La química tiene mucho de magia, por eso embelesa una mente febril e investigadora. Él nos permitió jugar con ella, hacerla parte de nuestra vida diaria casi como un ritual alquímico. Nuestros juegos habituales de patio fueron sustituidos por ejercicios atrevidos de aprendices de brujo, que lo mismo descomponían clorato de potasio que nitraban benceno, hacían pólvora o aprendían a encender lamparillas de alcohol con solo usar ácido sulfúrico y permanganato de potasio (operación feérica, casi mágica, para novicios). Y cuando acabábamos de componer y descomponer materias inorgánicas y orgánicas, nos llevaba a su otro mundo, al mundo de los libros, al mundo de la bibliografía, al mundo de los pergaminos, de las cartas y folletos, opúsculos y manuscritos, al mundo de su Biblioteca Asturiana residente en la Torre del Colegio, otro de esos sitios enigmáticos, por lo que de desconocidos eran por poco transidos, para nuestras mentes estudiantiles. Allí aprendí con él a conocer una biblioteca temática, a manejarla, a usarla, a disfrutarla. Allí aprendí a querer y a gustar de todos los temas que tenían que ver con Asturias, su historia, su geografía, su folcklore, su geología, su cultura, su heráldica, en fin, todo lo que podemos imaginar que tenga que ver con la región asturiana y que haya sido publicado o escrito o fotografiado.
Allí, entre aquellas inmensas paredes cubiertas de libros que ocupaban dos pisos, trabajaba un oscuro fraile, un hermano lego, a quien conocíamos de hace tiempo, había sido nuestro profesor de dibujo hacía años y era regente de la “Procura”, un pequeño kiosco que nos surtía de todo tipo de chucherías de la época (boles de anís, caramelos de la gocha y galletes de coco). El hermano Francisco Corteguera, malhumorado y ceñudo, pero exquisito y dedicado artista, era el habitante perpetuo de la Biblioteca Asturiana, se afanaba en dibujar e iluminar en pergaminos los principales escudos de armas de las familias hidalgas más connotadas de Asturias. Sus obras colgaban alrededor de la Biblioteca Asturiana otorgándole al conjunto un especial aire de rancia nobleza. De sus obras conocí los orgullosos y altivos lemas heráldicos como el de los Quirós y los García:
“Después de Dios, la casa de Quirós”
"De García arriba, nadie diga"
El Padre José María Patac de las Traviesas, simplemente el Padre Patac, había nacido el 20 de Noviembre de 1911 en Oviedo. Muy joven, a los 17 años, ingresa en la Compañía de Jesús (Societatis Jesu), los Jesuitas que habían sido fundados por el vasco Ignacio de Loyola. La Compañía de Jesús, en su carta fundacional, estableció que los aspirantes a entrar en la Compañía:
“…deberán ser de tales dotes intelectuales y de tales costumbres que se pueda justamente esperar que, acabados los estudios, sean aptos para las actividades de la Compañía”
El joven Patac cumplía sobradamente con esas dotes. Hizo estudios de filosofía en Bélgica donde se licencia. En 1935 se licencia en la Universidad de Comillas (Cantabria) en Teología y así mismo se licencia en Ciencias Químicas en la Universidad de Valladolid. Aún de maestrillo, con las órdenes menores, se traslada a Cuba en 1935, después de que los jesuitas son extrañados de España por el gobierno de la II República. En el Colegio Belén de la Habana, en Marianao su nueva localización, que había sido fundado por los Jesuitas el 8 de Marzo de 1854, junto con otros jesuitas con los que después coincidirá en el Colegio de la Inmaculada de Gijón, como el Padre Casto Gutiérrez y el Padre Constantino Fernández (nuestro entrañable y venerable profesor de religión), fueron profesores de Fidel y de Raúl Castro Ruz en 1942. Nos contaba, en algunos interludios de sus clases, que él les había dado clases de Matemáticas y nos hablaba de la especial piedad religiosa de Fidel, en especial a la Caridad del Cobre, y resaltaba su carácter inteligente y rebelde, aunque acotaba que de carácter noble. Entre nosotros se rumoreaba que había llegado a pegarle una bofetada a Fidel Castro, pero nunca pudimos corroborarlo con él y quedó la anécdota en leyenda, difícil de creer conociendo el talante y la bonhomía del Padre Patac.
Acabada la guerra incivil española, en 1939, retornaron los jesuitas a España y el Padre Patac al fin se ordena de sacerdote en 1943 y es destinado al Colegio de la Inmaculada de Gijón donde se encarga de las clases de Química y de comenzar a dotar un amplísimo laboratorio de Química destinado a la docencia en un local del primer piso del Colegio que compartía con aparatos y experimentos con otro jesuita señero de la época, nuestro pequeño gran hombre, el Padre Arturo Rivas de Castro, apodado cariñosamente “Rivinas”, por lo escaso de su estatura, pero grandísimo de corazón y de ciencia en su Física General. Decían que había estudiado en Alemania y que había colaborado con el gran Lawrence, uno de los hitos de la física nuclear. El Padre Rivas, toda una leyenda científica, además de profesor era el autor de nuestro libro de Física General y posteriormente Administrador del Colegio, famoso por su roñosería. Pues bien, el laboratorio era compartido por ambos curas, por lo que lo mismo nos entrenábamos de químicos que descubríamos los secretos de la electricidad y las leyes de Newton.
El Padre Patac también trabajó en la Fundación Revillagigedo, como jefe de estudios, cargo que, así mismo, ejerció en el Colegio de la Inmaculada además del de Secretario del Colegio. Pero su trabajo fundamental fue como profesor de Química, encargado del laboratorio y como bibliotecario.
El Padre Patac, un hombre de ciencias, comienza en 1964 a darle forma oficial a la biblioteca del Colegio, especializándola en temas asturianos. Así se va transformando la Biblioteca de la Torre, de dos pisos de altura, en una biblioteca especializada. Al cabo de los años reunirá en ella unos 40.000 fichas bibliográficas entre libros (unos 14.000), folletos, mapas (unos 1.000) y todo tipo de documentos que tengan que ver con Asturias. Y como gran aficionado a la fotografía, recorre Gijón fotografiando todo, especialmente las casas que se derruían para dar paso a las nuevas construcciones. En estas lides lo acompañé muchas veces y cada viaje fotográfico era una clase magistral de historia. Después nos íbamos al laboratorio donde el Padre Patac tenía un anexo, entre el aula escalonada y el laboratorio de química, como laboratorio fotográfico y donde aprendí, de su mano y experiencia, el también mágico mundo de la fotografía, extensión lógica de un químico. Allí, entre reveladores y fijadores, entre nitratos de plata e hidroquinonas, di mis primeros pasos en un laboratorio fotográfico. Con ese trabajo de recolección de fotografías propias y de extraños, logró reunir más de 30.000 fotografías. Notable, pero lamentablemente inconclusa, fue la colección de escudos heráldicos de familias hidalgas asturianas que inició, con gran dedicación, el Hermano Corteguera. Y también incompleto el trabajo en el que se embarcó en los últimos años de su vida, la formación de los árboles genealógicos de las grandes familias asturianas, trabajo en el cual le encontró la muerte.
La Biblioteca Asturiana aún se especializó más y, gijonesa como era, la sección dedicada a Melchor Gaspar de Jovellanos, el gran polígrafo gijonés del siglo XVIII, consta de unos 600 libros sobre Jovellanos y su obra. Otro de los hitos de la Biblioteca fue microfilmar personalmente el archivo Mohías, sobre Jovellanos también. En 1976, junto con Elviro Martínez, funda la colección de manuscritos “Monumenta histórica asturiensia”, con el fin de crear una colección de libros, en ediciones cortas y numeradas, donde se recogiesen y se divulgasen las más importantes fuentes documentales sobre Asturias y que ya alcanza la treintena de libros publicados.
En 1991, año centenario de la fundación del Colegio de la Inmaculada, cedió en usufructo la Biblioteca Asturiana al Ayuntamiento de Gijón, permaneciendo él como su Director, aunque manteniendo la propiedad de la Biblioteca Asturiana la Compañía de Jesús. El Ayuntamiento traslada la Biblioteca Asturiana al antiguo edificio del Banco España, actualmente biblioteca municipal, donde goza de un mejor y más amplio espacio físico.
La dedicación del Padre Patac a la cultura asturiana le ha valido la concesión de la encomienda de Alfonso X El Sabio y ser nombrado miembro de la Real Academia de la Historia y del Real Instituto de Estudios Asturianos (Ridea),
Un día de Mayo de 1967 me despedí de él, al pie de la Virgen del patio central, cuando ya la vida nos lanzaba a todos a la dispersión. Era el día de la despedida de los “Preus”, nuestra salida del Colegio hacia la Universidad y la vida. Entre aquellas paredes del Colegio quedaban los mejores años de mi vida, recuerdos imborrables de los años de iniciación y aprendizaje, recuerdos de los años que marcaron mi vida futura, que guiaron mis estudios universitarios, que delinearon mis aficiones culturales, que, como antiguo alumno de los jesuitas, dejaron huella. Pero aún así, no perdimos el contacto, lo visitaba de vez en cuando en el Colegio para contarle mis vicisitudes académicas en la Universidad de Oviedo, hasta que un triste día del mes de Octubre de 1972 me despedí de él, nuevamente, cuando mis nuevas circunstancias de vida me llevaron a irme a Maracaibo, con mis padres. Pero ni aún así perdimos el contacto. Nos escribíamos a menudo y nos contábamos las ultimas novedades de nuestras vidas. Me asesoró en algunas cosas referentes a mi Tesis de Grado para optar al título de Ingeniero Químico y por ello mi tesis, humilde trabajo de investigación sobre “composting de desechos orgánicos”, es hoy uno más de los volúmenes de la Biblioteca Asturiana, hecho que me enorgullece.
Cuando iba a Gijón de vacaciones era visita obligada al Padre Patac en el Colegio, me gustaba recorrer con él los tránsitos que habían visto andar nuestros pasos, hacía ya largos años. Visitaba con él la pequeña capilla de San José, donde más de una vez lo ayudé a misa como aprendiz de monaguillo. Compartíamos con afecto los lugares y los tiempos comunes. En los últimos años, anciano ya, aún bajaba todos los días del año desde el Colegio, al final de la calle Cabrales, hasta la nueva ubicación de la Biblioteca Asturiana en la calle Jovellanos, día tras día, bajo el sol o bajo la lluvia; lo veía pasar con su vieja cartera de piel y admiraba en él, mi viejo profesor, su dedicación al trabajo, su dedicación a la cultura.
Su corazón dejó de latir en la enfermería del Colegio, su Colegio de la Inmaculada, el 21 de Octubre de 2002. No está más físicamente con nosotros pero su huella permanecerá siempre en los corazones de quienes lo conocimos y lo apreciamos. Él, como buen jesuita, hizo suya la divisa de la compañía de Jesús: A.M.D.G. toda su obra fue: “Para la mayor gloria de Dios”.
Colegio de la Inmaculada de Gijón
Padres Jesuitas
2 comentarios:
Intercambie algunas cartas con el en el año 1997. Se ve que era generoso y muy buena persona. Me alegra saber que efectivamente era asi. Saludos
Magnífico tu artículo .
Publicar un comentario