Sus artículos están llenos de descripciones de Manila y de sus gentes y fue tan conocedor y divulgador de las costumbres e idiosincrasia de los filipinos, así como de la realidad socioeconómica de estas colonias, que fue nombrado Comisario de la Exposición General de las Islas Filipinas que se celebró en Madrid en 1887.
El siglo XIX vio proliferar los libros y artículos sobre viajes, sobre nuevas tierras, sobre tierras exóticas, y los artículos y las obras de Regino Vigil-Escalera están llenos de esas descripciones que, aún hoy, son perfectamente asimilables al siglo XXI.
Por esas casualidades de la vida en estos días viajeros, de nuevo por el Perú, me llevé para releer un libro que me iluminó los años mozos, ese, como todos los demás libros de Pío Baroja, nos habrían nuevos horizontes con sus relatos de viajes. Eran casi como el complemento literario para otros libros, otros autores, Emilio Salgari, Jules Verne o Joseph Conrad. Pero sus relatos eran mucho más profundos que los de los autores citados. La tipología de los personajes de sus obras trasciende el relato de una simple aventura y se adentran en la caracterización de los personajes volcando en ellos toda la filosofía contagiada del pesimismo de Schopenhauer, esa misma sensación de “neurosis pesimista” que arropó a todos los escritores de la generación del 98, de la cual nace el regeneracionismo que proclamaba Joaquín Costa o la redención por la acción. Muchos de los personajes de sus novelas recrean la España castiza, también la España pícara pero noble, no la cínica de Alfarache, y lleva ese mismo mundo también a la Lima del Capitán Chimista que hablará de “tapadas” y rabonas y de unos personajes marginales que le dan siempre al relato un tono lúgubre.
Don Pío Baroja y Nessi
- Tierra vasca: agrupa La casa de Aitzgorri (1900), El mayorazgo de Labraz (1903) y Zalacaín el aventurero (1909)
- La vida fantástica está formada por Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), Camino de perfección (pasión mística) (1901) y Paradox rey (1906)
- El mar: Las inquietudes de Shanti Andía (1911); El laberinto de las sirenas (1923); Los pilotos de altura (1931); La estrella del capitán Chimista (1930)
La imaginación de Baroja, en estas descripciones de lugares lejanos, es la misma que desarrolló Emilio Salgari al describir tantas y tan disímiles tierras, pueblos o costumbres de países que jamás había pisado. Emilio Salgari nos llevó de su mano por la India hasta Mompracén y por el Amazonas hasta dar con los indios caribe y por el mar Caribe hasta la codiciada Maracaibo, por las lejanas praderas del Far-West o la Flor de las perlas de las Filipinas y las tormentosas aguas cubanas en la Capitana del Yucatán. En ninguno de esos sitios había estado Salgari, como tampoco estuvo Pío Baroja en la Habana, Panamá, Macao y la China, la Manila Filipina y la Ciudad de los Reyes de Lima que visitó el Capitán Chimista en su larga singladura por el Atlántico y el Pacífico.
La presencia vasca en Filipinas, por ejemplo, no se reduce a la fundación de Manila ni al tornaviaje del galeón de Acapulco, y a los nombres de Elcano, Legazpi y Urdaneta, añade Baroja, por boca del capitán Chimista, el del franciscano Melchor de Oyanguren, que fue el primero que hizo un estudio del tagalo comparado con otras lenguas y el de Lorenzo Ugalde, general guipuzcoano que luchó en el siglo XVII contra la Armada holandesa.
La estrella del Capitán Chimista es una novela que pertenece a la trilogía de “El mar” y viene a ser la segunda parte de “los Pilotos de altura”. Fue publicada en 1930 y narra las aventuras y desventuras de un capitán negrero, pirata de los mares del Pacífico sur, que lanzaba a su tripulación francesa al grito de “Eclair” “adelante” (Eclair significa lo mismo que “Tximista”, rayo)“ al abordar las naves enemigas. El Capitan Chimista, es un ser atrapado sin remedio en el círculo cerrado e indestructible de un oficio que determina la forma de ser y de pensar de quienes lo ejercen. El barco, la tripulación, el mar, el puerto del que ha salido y los puertos a los que ha llegado, su casa propia y los hoteluchos a los que arriba en sus singladuras forman un conjunto impermeable de personas y lugares muy unidas entre sí, pero aisladas del resto de los grupos sociales. Su lenguaje y sus evocaciones refuerzan esta impresión de hermetismo, de integración total en su grupo humano, de acomodo en una manera de vivir y forjar un ambiente especial. Y así, con esa misma fruición, nos describe los lugares visitados y las personas conocidas.
En la Habana, Chimista, tenía fama de haber sido marino, taumaturgo, charlatán, sacamuelas, prestidigitador y buscador de minas de oro; pasaba como médico homeópata y alquimista, tenía visos de masón y, en efecto, era pirata que merodeaba por Jamaica y Santo Domingo cual nuevo Barba Roja. Unos decían que era vasco, y otros que francés de apellido Leclercq, y que había fundado la “Sociedad del relámpago” y que navegó goletas y pailebotes y balandras raqueras con tripulaciones negras de las Islas Vígenes con una especial filosofía de vida que le hacía exclamar:
“No hay más que tres maneras de ganarse la vida, como dijo Mirabeau: o mendigo, o ladrón o asalariado. Yo casi prefiero ser ladrón: es la manera más noble de hacer una fortuna. No tiene más inconveniente que la posibilidad de la horca”
El Capitán Chimista, cansado de sus aventuras caribeñas navega hasta Panamá y atraviesa el istmo desde Colón y nos describe la ciudad de Panamá como un pueblo triste y pequeño que solo se veía colmado cuando llegaban los barcos americanos. Toda la gente que llegaba a Panamá, de América del Norte, era aventurera, jugadora y borracha, Chimista está describiendo, ni más ni menos, que a los “gambusinos” nombre que los mexicanos le habían puesto a los buscadores de oro de California o de Alaska en el siglo XIX y que ahora deberían ser los trabajadores del Canal de Panamá.
De Panamá, Chimista, se embarcó a San Francisco pero, al llegar, toda su tripulación lo abandonó: mozo de cámara, cocinero, contramaestre y toda la marinería se fueron tras “la fiebre del oro”. A la semana se hace cargo de la fragata “Adamante” para llevarla hasta Valparaíso, en Chile, donde carga de nuevo para hacer una singladura a Australia; pasa por la Isla de Juan Fernández, y, en vez de doblar el Cabo de Hornos y dirigirse a Australia por el Este como le recomendaban, se dirigió a cruzar el Pacífico con parada en Tahití. Terminado este periplo, de nuevo en Valparaíso, su armador, el chileno Vargas, le entrega un brick-barca con la que inicia la singladura al norte, toca puerto en Iquique, después Arica y más arriba las Islas Chinchas y Payta y de Payta a Panamá. De regreso entra en Guayaquil, a la vera del río Guayas, ciudad que describe como un pueblo pequeño donde la gente vivía cómoda y perezosa y donde resalta la presencia de “tapadas”.
El Capitán Chimista llega a Lima pero, como él dice:
“al no encontrar una buena plaza, cambié de postura, como los enfermos y fui a establecerme a el Callao”
El Callao lo describe como un pueblo pequeño pero que tenía cierto aire imponente por la presencia de los fuertes construidos por los españoles. Al sur, pegado al arenal se levantaba un castillo o casamata donde los españoles estuvieron bloqueados ocho meses sin querer rendirse. En medio del castillo había una torre redonda con caones de grueso calibre. El Callao vivía del comercio con los buques que recalaban en su viejo muelle de madera para hacer las aguadas.
En El Callao, a tres leguas de Lima, aunque estaba muchas veces nublado, siempre había una espesa neblina que mojaba mucho y a la que llamaban “rocío peruano”, Un ómnibus lo trasladó a la Plaza Mayor de Lima, por un peso, a través de una llanura árida, pelada y polvorienta en la que solo se encontró un convento arruinado y una taberna.
“La vida, entonces, de Lima era una vida holgazana y sensual. Por la calle las mujeres de mal vivir andaban constantemente, a todas horas de día y de noche, con la cara tapada, enseñando solamente un ojo y el brazo. Y contaban los marineros que era frecuente llevarse grandes chascos; veían por la calle una “tapada”, que andaba con la gracia de una andaluza, se arrimaban a hablarla y la invitaban, y como la “tapada” era de gustos finos pedía al mozo un buen Borgoña y cuando la mujer descubría la cara se veía que era una negra o una mulata más fea y desastrada que Carracuca”
Tanto en el Callao como en Lima la vida era una pura diversión, los domingos el jaleo y las corridas de toros, los jueves y sábados el baile en el café.
“El peruano era intrigante, adulador y servil; las mujeres se mostraban muy libres, muy aficionadas al alcohol y muy jugadoras”
Sigue contando Chimista que en aquel país se bebía mucho y se bailaba el baile favorito, que llamaban “saguareña” que es como un fandango, como la zamacueca de Chile.
Un elemento importantísimo en la vida de Lima eran los frailes: se contaban treinta y ocho conventos. La mayor parte de los frailes eran del país, algunos eran mestizos de indio; otros medio mulatos y medio negros, feos como Barrabás.
“otra cosa bastante curiosa del Perú eran los soldados, a quienes llamaban cholos o cholitos. Los cholos casi todos mestizos de blancos y de indios, andaban seguidos de sus mujeres, de sus hermanas y de sus madres, que los seguían con la cesta de la comida. A estas mujeres soldadescas las llamaban las “rabonas”, no se por que”
En el Callao, como en Lima, había dos clases de policías de noche; la de los serenos con una linterna y una matraca en la mano; y la otra unos pájaros negros, como los zopilotes de México que se llevaban todas las inmundicias. Los serenos del Perú al cantar las horas a veces gritaban: “Viva la Virgen” o “Viva Santa Rosa de Lima”. Los serenos de Chile, sin duda más entusiastas de la Independencia, solían gritar: “Viva Chile Independiente”
Palacio de Gobierno en la Plaza de Armas de Lima
En las montañas áridas de los alrededores de Lima, hacia San Juan, cuando brotaban unas flores amarillas, “los amancaes”, se celebraba una fiesta. Allí en aquella fiesta el Capitán Chimista oyó hablar de la Perricholi, una bailarina y cómica, mestiza, que había llegado a conquistar al Virrey Manuel Amat i Junyet, en el siglo XVIII, y que había obligado a este a llevarla con él en el carruaje oficial a la procesión, el cual carruaje quedó después para viático de la catedral.
El Virrey Manuel Amat i Junyet
Dos años estuvo el Capitán Chimista en Lima y un día se monto en el “Busca vidas” y se embarcó rumbo a las Filipinas, pero esto ya es otra larga historia.
Epílogo de un enamorado del Perú
Conocí El Callao en mi primera visita al Perú. Este puerto está unido totalmente con la ciudad de Lima. Ya no existen las llanuras que menciona Baroja, la Iglesia derruida debe ser la actual del “Carmen de la Legua” numerosas veces reconstruida y la taberna debió haberse multiplicado en cientos de “botiquines”. Pero en El Callao sigue imponente la presencia del fuerte Real Felipe que tuvo papel relevante en la guerra Hispano-Peruana entre 1864 y 1866.
Torreón El Rey del Real Felipe de El Callao
Real Felipe de El Callao
Las “tapadas” que Chimista conoció en Guayaquil y en Lima, eran toda una tradición. Durante los siglos XVI y XVII, la costumbre de cubrirse el rostro y la cabeza las mujeres era habitual. Tirso de Molina lo cuenta en “El burlador de Sevilla”, lo mismo que Calderón de la Barca en “El escondido y la tapada”. No deja de ser curioso que en esos siglos se persiguiese a las moriscas que usaban de esta costumbre y sin embargo fuese algo de buen tono en la sociedad española de la época. La palabra “tapado” pasó a América, y en países como Chile, Argentina y Perú se usa la palabra “tapado” para designar un abrigo.
Un pueblo aficionadísimo a los toros y ahí está la limeña Plaza de Toros de Acho, que es la tercera plaza de toros más antigua que existe, detrás de las de Sevilla y Zaragoza, Acho fue construida en 1766 por iniciativa de nuestro conocido y jacarandoso Virrey Amat, quien presidió la primera corrida.
Grabado de la Plaza de Toros de Acho
Iglesia del Convento de San Francisco en Lima
Y más conventos: La Soledad, La Merced y Santa Rosa de Lima y las Nazarenas (donde está el Señor de los Milagros) y Santo Domingo y San Agustín y Los Descalzos, (orden menor de los franciscanos) y un largo etcétera.
Portada barroca de la iglesia del Convento de la Merced
La Plaza de Armas mantiene la misma distribución cuadriculada que dibujó Francisco Pizarro y que es el centro mismo de la fundación de la ciudad. En ella está la Catedral Primada de Lima y el Palacio Arzobispal con sus típicos balcones limeños. En otro de los lados está el Palacio Presidencial, en el terreno que fue la casa donde vivió y fue muerto Francisco Pizarro, y que hoy es una construcción de carácter moderno afrancesada. En otro de los lados de la plaza está la Municipalidad de Lima y el prestigioso Club de la Unión. En su centro hay un fuente de bronce de 1650. En esta misma plaza estuvo, hasta no hace mucho, una estatua ecuestre de Francisco Pizarro que fue eliminada por el alcalde Castañeda
El Capitán Chimista menciona en su relato a las “rabonas” sin saber a que se debía el nombre (tal vez porque iban detrás, al rabo…). Efectivamente, las “rabonas”, novias, esposas o madres de la soldadesca, seguían a los ejércitos para suministrarles la comida y curarlos. Incluso guerreaban a su lado y a veces ella solas, como avanzadilla, incursionaban en los pueblos para poder garantizar la comida. Las “rabonas” aparecen ya mencionadas en los sucesos de la rebelión de Tupac Amaru entre los años 1781 y 1790 y están muy bien documentadas, históricamente, durante todo el siglo XIX, especialmente durante la guerra de Perú con Chile entre los años 1879-1883.
Soldado del Siglo XIX y una “rabona”
Acuarela de Pancho Fierro
Flora Tristán, hija del Coronel arequipeño de la armada española, Marino Tristán-Moscoso, quien fue una de las creadoras del feminismo moderno y abuela de Paul Gauguin, las describiría así en su libro “Peregrinaciones de una paria”:
“Si no están muy alejadas de un sitio habitado, van en destacamento. Se arrojan sobre el pueblito como bestias hambrientas y piden a los habitantes víveres para el ejército... Si los pobladores se resisten, se baten como leonas y con valor salvaje triunfan siempre de la resistencia... llevan el botín al campamento y lo dividen entre ellas”
La leyenda sobre el personaje de la “Perrichola”, Micaela Villegas Hurtado, natural de Huánuco o Tomayquíchua, cuenta que este mote se lo puso el Virrey Manuel Amat i Junyet quien, en su idioma catalán, solía llamar a su amante, Micaela, en las peleas, como “Perra-Chola” y que, con su fuerte acento catalán, devino en “Perricholi”. Con el Virrey Amat la “Perricholi” tuvo un hijo, Manuel Amat y Villegas, que con el tiempo sería uno de los firmantes del acta de independencia del Perú. Interesante mujer que inspiró a Prosper Merimé una novela, “La Carroza del Santo Sacramento”, a Offenbach una conocida opera del mismo nombre, “La Périchole”, y a Jean Renoir la película “La carroza de oro”.
El Capitán Chimista menciona la Alameda, un placentero lugar de árboles y bancos para ver y ser vistas por las “tapadas” de entonces. Supongo que se refiere a la misma Alameda de Barranco, que inmortalizó Chabuca Granda en la canción “La flor de la canela”
Déjame que te cante limeña
Déjame que te diga la gloria
Del ensueño que evoca la memoria
Del viejo puente del río y la Alameda
Déjame que te cante limeña
Ahora que aún perdura el recuerdo
Ahora que aún se mece en un sueño
El viejo puente del río y la Alameda
Yo recorrí esa misma Alameda y crucé el viejo “puente de los suspiros” del río que ya es nuevo, pero la Alameda sigue siendo el mismo sitio apacible y evocador del relato. La inmejorable compañía de mi amigo Pedro Otero Navarro, limeño por los cuatro costados y un libro abierto de cultura peruana hizo más grato el recorrido por el recuerdo de antaño. En La Alameda hay una bella estatua de Chabuca Granda y un caballo de paso peruano, ambos evocan valses inmortales. Parece que desde su broncínea presencia aún le está cantando al “Puente de los suspiros” esa bella canción inspirada por el elegante caminar de una sencilla morena limeña de Abajo el Puente cuyo nombre era Victoria Angulo, aquella que “...airosa caminaba” derramando “...lisura y a su paso dejaba, aroma de mixtura que en el pecho llevaba”; a quien había conocido siendo niña.
Monumento a Chabuca Granda y al Caballo de Paso peruano en La Alameda
Pedro Otero Navarro me llevó por la historia del Perú, me inició en las culturas precolombinas, hablamos largamente de Caral, la primera ciudad de América, y de Cupisnique y de Chavín de Huantar, y de Nasca y Paracas y de Vicús y Cajamarcas, y Huari y Lambayeques y de los Moches y de los Chimús y del Señor de Sipán y las Huacas Trujillanas, y, como no, del Inca y su imperio; y hablamos largamente de la transculturización de los pueblos y la sucesión de las culturas. Y hablamos de Españoles antiguos y Peruanos modernos y siempre del castellano que fue la base de la cultura hispana. Conversamos sobre el carácter de los peruanos, sus clases sociales, los tres grandes grupos y sociedades de peruanos, los que viven en la zona de Selva del Amazonas, los de la alta y fría puna de la Sierra y los de la árida Costa. Y aprendí y comprendí el mestizaje nunca completado y de sus consecuencias modernas.
De las largas horas de conversación entendí que el relato de Pío Baroja, era tan inexacto en la descripción de sitios y lugares, como tan apartado de la realidad en cuanto a la caracterización del modo de ser peruano. En mi trato con los peruanos, de la Sierra y de la Costa encontré que no eran ni “intrigantes, ni aduladores ni serviles” y que sus mujeres, bellas limeñas, cusqueñas, trujillanas, arequipeñas o huaracinas, no eran tal como las describía el misógino Don Pío Baroja por boca del Capitán Chimista.
Gracias amigo Pedro, por ayudarme a comenzar a entender uno de los mayores hitos que ha tenido la hispanidad en América, el Virreinato del Perú.
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Op. Cit.
La estrella del Capitán Chimista
Pío Baroja y Nessi
Editorial Aguilar, Colección Crisol
Madrid 1959