La bocana del puerto, hoy, está adornada de norayes; ayer eran sencillos postes o amarras para poder fincar en ellos los gruesos calabrotes que aseguraban los barcos al cai de muelle. Paseo por el “Muelle de Oriente” del Gijón del alma, en un día tan gris y frio como la memoria que me retrotrae a aquellos tiempos, ni siquiera tan antiguos, en los que este “Muelle de Oriente” era una variopinta mezcla de olores y colores, porque desde siempre había sido muelle de descarga de ultramarinos y carga de carbones, barbacana de alivio de un proceloso Cantábrico y feliz atracadero de “parejines” que venían a rular sus trabajosas cosechas marinas de singladuras eternas. Nada hay más entretenido, para el curioso fisgón del oficio ajeno, que ver la arboladura de un barco o, en su tiempo, ver volar los abarrotes sobre los estayes, sometidos al garete, camino a las umbrías bodegas.
Noray del Muelle de Oriente
El mar, la mar, todo lo que tiene que ver con ella está pletórico de palabras que le son propias, atesoran una jerga de mundo privado cuyo conocimiento lo hace a uno partícipe de sus vivencias. Mi compañero de paseo, los recuerdos de la infancia, me llevan a unos tiempos en que este muelle era bullicioso lugar representativo de la economía gijonesa, y representativo también de tantos y tantos hombres, “lobos de mar”, que por aquí cursaron. Pescadores de bajura, pero también de altura, lugar habitual y paradero de cazadores de ballenas y cachalotes, de cuyo recuerdo aún nos queda el gijonés “Tránsito de las ballenas” o “Cuesta del Cholo”, ahí mismo, cerca de la Rula, tránsito por el que, acabado el oficio, los marinos, se devolvían a su “Barrio alto”, Cimadevilla, la ciudadela romana, heroica y rebelde villa medieval, liberal villa burguesa, cerro inexpugnable de tiempos pasados. Supongo que, más bien, haya sido tránsito de los balleneros y no de las ballenas, que no me las podría yo imaginar trepar, aunque sea ligera cuesta del Cholo (hoy apercibida como cuesta del “porro”).
Recuerdo a su pie, en uno de los sitios más recogidos del nordeste de todo el Muelle, que era lugar predilecto de mareantes para poner las redes a secar y para componer las que, los avatares de la jornada, habían arranchado. Recuerdo rostros de adustos y curtidos mareantes, aquellos que tan bien pintó Moré, con la paciencia y la serenidad del hombre de mar que está en tierra firme, tejer trozos de red o acomodar relingas, en estas soleadas atarazanas donde comenzaba el “Tránsito de las ballenas”, oficio que manejaba cuerdas, mecates y cabuyas, oficio que es hermético en aquello de hacer nudos imposibles y que servía, también, para que el curioso paseante se recrease con la magia del mareante que manipula gazas, costuras, piñas, palletes, trenzados y cajetas. Y ha visto al mareante manejar sisal y cáñamo y yute y esparto y pita. Pero esto ya solo está en mi recuerdo, no hay atarazana si no hay mareantes.
Tránsito de las Ballenas y Cuesta del Cholo con “El Planeta
Cañón del siglo XVIII usado como bolardo
Los norayes se suceden unos a otros y siempre pensamos en quien fue el bárbaro que, en 1864, usó como bolardos férreos cañones del siglo XVIII empotrados en las rocas de cantería que formaban el cai de muelle. Algunos han sido recuperados y devueltos al complejo militar artillero llamado “Fuerte viejo” o “Casa de les pieces” y Batería del cerro de Santa Catalina, del siglo XVII, que defendía los accesos a la bocana. Pero la mayor parte siguen allí, inmutables al paso del tiempo excepto por la herrumbrosa capa de los óxidos que poco a poco los van carcomiendo, parecieran más bien un símbolo del pacifismo, allí empotrados boca abajo para disparos imposibles. Han visto pasar tantos y tantos barcos y han servido de sujeción de tantas atarrayas cuando en este puerto aún se podía encontrar esguila o adormilados pelones o carroñeras andaricas o tal vez de distraído apoyo al paseante gijonés habitual del Muelle.
Cañones del Siglo XVIII recuperados de ser usados como bolardos
Han pasado tantos oficios que hemos perdido sus jerigonzas, hemos perdido la jerga de mareantes como también hemos perdido la jerga de texeros o “tamargos”, la antigua “xíriga” del oriente asturiano, pero a mi me sigue cautivando la fuerza evocadora de sus palabras, vivimos en una lengua, vamos nombrando lo que nos es propio como si al nombrarlo no desapareciese jamás.
Ahí, en ese “Tránsito de las Ballenas”, contaba el Capitán Julián Ribot, el legendario lobo de mar del libro de Armando Palacio Valdés, “La alegría del Capitán Ribot”, que había comido los mejores callos de España en una tienda de vinos y comidas que él llamó “El Cometa”. Probablemente sea igualmente cierto hoy si lo hace en “El Planeta” (el sitio al que se refería) o en “El Mercante” o en “Las ballenas” pero, de lo que si estoy seguro es de que, el ambiente, los colores y los olores no serán los mismos. Ya no hay Rula y ya no hay gaviotas, no hay pescaderas de caja en la cabeza, solo hay recuerdos en el mismo marco de un día gris, lluvioso y frio, como la propia vida del que vive fuera de todo esto.
Y el pensativo caminante de este “Muelle de Oriente” está dulcemente melancólico, y, tristemente feliz, tal vez cavile junto con el Capitán Ribot en que un feliz final de vida sería cuando, evaluando nuestro pasado, la serenidad de la paz interior y el sentido armónico de nuestra vida podamos decir como él:
«Y cuando la muerte inexorable llame a mi puerta, no tendrá que llamar dos veces. Con pie firme y corazón tranquilo saldré a su encuentro y le diré, entregándole mi mano: 'He cumplido con mi deber y he vivido feliz. A nadie he hecho daño. Ora me invites a un sueño dulce y eterno, ora a una nueva encarnación de la fuerza impalpable que me anima, nada temo. Aquí me tienes’»
“Fuerte viejo” o “Casa de les pieces” y Batería del cerro de Santa Catalina
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