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domingo, 7 de octubre de 2007

ESOS ASTURIANOS POR EL MUNDO. UN CANDAMÍN

Hace unos minutos acabo de leer la autobiografía de quien, como mejor se denomina, es un “Candamín por el mundo”. La he leído con la misma fruición con la que, estoy segurísimo, Manolo Suárez García (Manolo Carbones) recreó su vida pergeñando cuartillas impregnándolas de vida cotidiana y grandes sucesos. Y, con la misma pasión con que la leí, quiero escribir sobre los sentimientos que de ella se han derivado

Me tomo la libertad de parodiar a Emil Ciorán cuando, con esa sabiduría propia de la amarga experiencia vital, podría decir:


“ Si escribir sobre la vida fuese tan fácil como vivirla”

En efecto, la vida es fácil vivirla, en el sentido de que nos vemos lanzados a ella de continuo. Impelidos a vivir, la vida nos sale al camino todos los días y la enfrentamos con muy pocas fuerzas para poder cambiar nuestros grandes destinos, salvo la fuerza irresoluta de la voluntad que nos permite enfrentar el día a día con gran decisión. Pero nuestra gran línea de vida pareciera ser una especie de continuum, en el que nos movemos sólo impulsados por un “élan vital” que cada uno de nosotros va alimentando día a día como una caldera necesita de su carbón.

Vivir es fácil, nos empuja la vida cada día y, muchas veces, más que vivir la vida, nos atropella la vida o sobrevivimos a la vida. Escribir sobre ello es infinitamente más difícil; tratar de detallar, de recrear nuestras vidas es mucho más complejo. A menudo, nosotros, como relatores de nuestras vidas, y por tanto jueces y juzgados de esos episodios de vida, relatamos aquellos episodios de nuestras vidas que demuestran nuestra especial disposición ante ella, aquellos episodios donde se pone de manifiesto nuestra irresoluta firmeza de acción ante la vida, donde se manifiestan, en toda su magnitud, los sentimientos que nos han embargado ante la acción de vida. Y eso lo sabía muy bien Friederich Nietzsche cuando decía que:


“Nuestros sentimientos dependen de nuestros juicios de valor; éstos corresponden a nuestros instintos y a sus condiciones de existencia. Nuestros instintos son reducibles a la voluntad de poder”

Nuestros sentimientos y, por tanto, nuestra acción de vida esta sometida a la voluntad de poder, a la voluntad de querer.

Pero la vida podemos juzgarla también desde un lado pesimista. Arthur Schopenhauer, ese gran escéptico de la filosofía alemana, consideraba la vida humana como una gran tragedia porque, esta, era una valoración continua de nuestros actos como una serie de esperanzas defraudadas, proyectos frustrados y errores advertidos cuando ya es demasiado tarde. Una visión así de la vida es la valoración de nuestros deseos y anhelos desde una visión pesimista de la vida, pero es una valoración en sí misma y por tanto creadora de sentimientos.

Una autobiografía es, precisamente, un relato pormenorizado de unas experiencias de vida en las que el autor se juzga a si mismo, donde el autor es juez y parte y donde el autor trata de justificar su acción ante la vida en una valoración de sus “cómo” y sus “por qué” ante la vida. Si su vida es una manifestación de su poder de voluntad al modo de Nietsche o si su vida es una escéptica constatación de esperanzas defraudadas al modo de Schopenhauer. Así tendríamos una visión vitalista de la vida o una fatalista. Supongo que, en realidad, la vida es una equilibrada mezcla de ambas aunque nuestros relatos sean, evidentemente, subjetivamente desequilibrados.

Una autobiografía es la escritura descarnada y detallada de la mayor parte de las motivaciones de una persona sobre unos hechos vitales concretos. Y digo de la mayor parte porque, ni siquiera el autobiográfico más impenitente, ha abierto por completo el fondo de su siquis para explicarnos hasta la última motivación de sus “por qué”. Es fácil que se haya explayado, hasta la incontinencia, en los “cómo” y en los “cuando”, pero lo que es imposible es que haya llegado a explicarnos los últimos y más ocultos “por qué”. Esos que, muchas veces, no estamos dispuestos ni a reconocernos a nosotros mismos cuando de modo esquivo nos contemplamos en ese espejo de la vida que nos da la imagen especular de nuestro escondido yo.

Pienso en cuán honrados somos cuando escribimos sobre nosotros mismos, cuán honrados somos cuando exponemos los sentimientos que van a ser contemplados o leídos por personas ajenas. ¿Vivimos en la vida actuando porque la vida es un teatro en el que todos somos actores y representamos una tragicomedia? ¿Actuamos e interpretamos o simplemente vivimos? Si es difícil elucidar si nuestro paso por este mundo material es una vivencia o es una representación teatral de nuestra propia vida, que difícil debe ser, entonces, pergeñar unas cuartillas explicándole al mundo, como lo hicimos, por qué lo hicimos y qué sentimos cuando lo hicimos.

La autobiografía que acabo de leer es un relato apasionado de una pasión de vida. La pasión por vivir y por hacer trasciende las líneas del libro y nos atrapa. Los lectores de autobiografías somos unos voyeuristas, nos gusta mirar y contemplar las vidas ajenas. El lector de autobiografías, porque su autor así lo dispone, tiene el poder que tenía el “Diablo Cojuelo”’, levantar los tejados de las vidas y escrutar dentro de ellas, pero con una ligera diferencia, el nuevo Diablo Cojuelo solo puede ver lo que el autor quiere que se vea. El escritor de autobiografías solo revela lo que quiere que sea revelado. El lector tendrá que completar el trabajo del nuevo Diablo Cojuelo y terminar de levantar los tejados que ocultan nuestras vidas. El análisis de lo que ve ya es de su propia discreción. Las autobiografías nos gustan porque podemos contemplar vidas ajenas, compararnos con otras experiencias de vida, comparar sus anhelos con los nuestros, sus valores éticos y estéticos con los nuestros. El hombre es la medida de todas las cosas, pero medir es comparar y así todos queremos comparar nuestras vidas y nuestros logros en la vida y los logros ajenos; buscamos aumentar nuestra autoestima con la contemplación de lo ajeno, y en la medida que valoremos positivamente a nuestro vecino, nos estaremos valorando a nosotros mismos cuando compartimos los mismos actos éticos y los mismos gustos estéticos.

En mi familia siempre tuvo presencia la Candamina familia de los Carbones. Allá por aquellos difíciles años de la preguerra, mis abuelos paternos, Rodolfo Escalera y Avello y Amparo A. Vigil-Escalera Calienes y sus seis hijos, Rodolfo, Delfina, Eugenio, Amparo, Antonio y María Jesús, pasaban los veranos en San Román de Candamo, alejándose por un tiempo de la poco bulliciosa y aburrida burocrática y burguesa ciudad de Oviedo, donde mi abuelo trabajaba como alto funcionario del Ministerio de Hacienda. Allí, en San Román de Candamo, mi abuelo conoció a los Carbones y estableció una estrechísima relación de amistad y afecto con Pepe Suárez y Oliva García, todo un dechado de bonhomía, mientras que sus hijos y los de Pepe, todos en su niñez y juventud, formaron parte de los juegos propios de los muchachos de un pueblo y de su edad. Tan estrecha fue esta amistad que mis abuelos apadrinaron a una hija de Pepe Carbones, que desde entonces se llamaría Amparo, por mi abuela, su madrina, Amparo A. Vigil-Escalera Calienes. Mi padre, Antonio (Tony), formaba parte de los grupos de amigos que se formaron con los hermanos Carbones, en aquellos veranos de preguerra, Manolo, Luis, Agustín, Pin, Olivina y Amparín.


Manuel Suarez García y Antonio Escalera Alvarez
Paseo del Muro de Gijón



Después de la guerra, que la familia Escalera Vigil-Escalera pasaría en el caserón de la Banca Vigil-Escalera de Pola de Siero, los niños se reencontraron ya jóvenes y retomaron su vieja amistad infantil en San Román, Gijón y Oviedo. Y sus historias y correrías me serían relatadas y recreadas en muchísimas anécdotas, historias que oí en casa de mi abuela y en la casa de Olivina en la Rodriga (al lado de Cornellana) o en la de Agustín en Maracaibo.

Pero no solo había anécdotas jocosas, también había historias desgarradas como el fusilamiento, en una fría madrugada de Noviembre de 1937, recién rendida Asturias por parte de los franquistas, de Pepe Carbones, uno más entre los miles y miles de hechos del mismo cariz que ensangrentaron las tierras asturianas, derivados todos ellos de enconos y malos quereres, envidias y bajezas de toda laya. Lamentablemente la familia Suárez García no pudo comunicarse a tiempo con mi abuelo y este no pudo llegar a mover sus influencias para salvarlo de la salvaje injusticia de un juicio atrabiliario y su posterior ejecución sumaria.

Nunca hubo mejores tiempos para recordar la descorazonadora frase de Thomas Hobbes: “Homo hominis, lupus” (el hombre es un lobo para los hombres). Pero más desgarrador es saber que Hobbes escribió eso pensando que sin un Estado o autoridad fuerte sobrevendría el caos y la destrucción (la anarquía), convirtiéndose el hombre en un lobo para los otros hombres. Los hechos narrados, para refutación de Hobbes, fueron cometidos por el Estado, por la autoridad fuerte.

La relación de amistad de mi padre con Manolo Suárez García fue tan estrecha como para que este le pidiese ser el padrino de su boda con Chelo, en Febrero de 1949. La vida, después, los mantendría por caminos parecidos, reencontrándose ambos en las nuevas tierras de promisión americanas, la Venezuela de los años cincuenta. El relato de vida de Manolo recrea esos primeros años en San Román y los complementa con las fotos del recuerdo para traer al presente, a través de una sola mirada, otras historias, otros vivencias, puros sentimientos.


Manuel Suárez García y Antonio R. Escalera Busto en Grado, Verano 2001

Un albur de vida hizo que yo me cruzase en la vida de Manolo. Un día reconoció mi apellido a través de los escritos en Magazine Español (precisamente en uno hablando de los tabaqueros cubanos, los Menéndez, procedentes de San Román de Candamo) y desde entonces comenzó una relación de muchísimo afecto, entre ambos, en la que me imagino que, Manolo, reconoció o recordó al primer Antonio Escalera de su juventud y volcó en nuestra relación el mismo afecto que tenía por el primero de los Escalera, su amigo de niñez, juventud y madurez. En uno de esos asturianos viajes de vacaciones que relata, creo que fue 2001, lo visité en su queridísima villa moscona de Grado. En su casa, en sus paredes, con sus fotos, con sus recuerdos, en sus historias relatadas en larguísimas horas de charla, y con su queridísima Chelo al lado para confirmar datos, ya estaba relatado lo que después sería el libro que hoy tengo en mis manos, solo faltaba ponerlo encima del papel y entregarlo a la imprenta.

A Manolo Suárez, “Manolo Carbones” o “Manolo el de las urnas”, la vida lo había lanzado a la vida, la vida ya había sido vivida, la vida que hubo que vivirla cada día a marchas forzadas. Ya solo quedaba, en la plenitud de la vida, en el descanso de la vejez, en la satisfacción interior de una vida plena, justificar, ante propios y extraños, lo que ya solo era una vida completa y completada, quedaba lo más difícil, escribir sobre ella, y eso acaba de ser cumplido al entregar a la curiosidad ajena su vida hecha libro.

Manolo, gracias por compartir con todos nosotros los más íntimos anhelos de vida, tus mejores ambiciones, tus emotivos cariños, tu estupenda familia y lo mejor de ti que es tu amistad desinteresada. Tu sí has sabido trascender tu vida a todos los que te conocemos y te queremos.

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