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sábado, 28 de julio de 2007

AREQUIPA, CONVENTO DE SANTA CATALINA



Entrada de una de las celdas

Calle interna del Convento


Calle Córdoba del Convento



AREQUIPA
CONVENTO DE SANTA CATALINA

… ¡ Los blancos muros, los cipreses negros !
¡ Agria melancolía
como asperón de hierro
que raspa el corazón ! ¡ Amurallada
piedad, erguida en este basurero ! …
Esta casa de Dios, decid, hermanos,
esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro?




Supongo que el inmortal Antonio Machado se refería a un convento levantado en medio del basural de la vida, como fortaleza que guarda la virtud, la tierna devoción a las cosas santas, el amor al prójimo, y todos los actos de amor y compasión que una comunidad religiosa es capaz de dar. Pero, ¡ay!, que lástima, que solo sea amurallada piedad, y los muros que no permiten entrar tampoco permiten salir.

Estas cosas cavilaba mientras estiraba mis pasos por el Cercado de Arequipa y me entretenía pensando por qué los arequipeños llaman Cercado al centro histórico de la ciudad. Pregunté si alguna vez había estado amurallado y la negativa respuesta me llevó a pensar si lo llamarían así por la profusión de huertos vallados o tapiados que pudo haber antaño por esta parte de la ciudad, y divago que pudieron haber sido de los muchos conventos con que contaba, y cuenta, Arequipa. En eso andaba cuando uno de esos conventos, el de Santa Catalina de Siena, se me mostraba con toda la magnificencia de su construcción monumental.



La ciudad de Arequipa fue fundada el 15 de agosto de 1540 por Garci Manuel de Carvajal, en nombre de Francisco Pizarro, como Villa de la Asunción de Nuestra Señora del Valle Hermoso de Arequipa, en la ribera izquierda del río Chili, en un valle estrecho, templado y feraz que forma un oasis en medio de las áridas tierras de la comarca. Del largo y sonoro nombre de la ciudad, solo usamos para nombrarla, habitualmente, el de Arequipa, tal vez por la deformación de aquel "Ari-que pay", que se puede traducir del quechua como: "Sí, quedaos". Así dicen que dijo el Inca Mayta Cápac, al regresar triunfante de Chumbivilcas y Parinacohas, al petitorio de sus cansados “awqapuriq” (soldados), ante la belleza del lugar.

Doña María Guzmán, hija del licenciado Hernando Álvarez de Carmona y de Doña Leonor Guzmán, quedó joven y viuda de su marido Don Diego de Gutiérrez Mendoza y solicita en 1579, al Virrey Francisco de Toledo, que le conceda las licencias necesarias para fundar y construir un recinto religioso en clausura absoluta. El Convento, para monjas enclaustradas bajo el propósito de Santo Domingo, fue inaugurado el 2 de Octubre de 1580 bajo la advocación de Santa Catalina de Siena y así se mantuvo hasta el 15 de agosto de 1970 en que fue abierto al público. Casi 400 años de absoluta clausura conventual.

Al igual que toda la ciudad de Arequipa, el Convento de Santa Catalina comenzó a ser construido con sillar, una piedra porosa y de dúctil superficie originada de la lava solidificada del volcán que domina el paisaje de los alrededores de la ciudad, el Misti (5821 m.) y de los otros volcanes vecinos como el Chachani (6075 m.) y el Pichupichu (5425 m.)

Este convento fue creciendo a lo largo de los siglos hasta ocupar una superficie de más de 20.400 metros cuadrados, todo él bordeado de sólida muralla que lo defendía de los males del siglo y que proveía recogimiento para la práctica monástica. Pero el Convento fue creciendo a medida que las monjas se iban recluyendo en el convento y aportaban a él una nueva construcción donde vivirían la monja y sus sirvientes, amén de algunos utensilios prácticos que aportaba la novicia. El Convento fue creciendo con una serie de construcciones de una y dos plantas, con terraza, en la que se disponía un estar, el dormitorio y una cocina abierta en su techo al exterior. Y así cada monja iba construyendo, a su cargo, la celda donde haría su vida monástica. En la actualidad se pueden contar hasta unas 100 celdas, tres claustros, seis calles, un pasaje y varias plazas. En el momento de mayor esplendor del convento llegaron a convivir enclaustradas casi 450 monjas. El convento más grande de cuantos se tenga conocimiento.

Este conjunto de construcciones se fueron disponiendo de modo ordenado dentro del recinto del convento hasta formar, con el paso de los años, singulares calles con las celdas de las monjas. La mayor parte de estas monjas eran españolas o de origen español y de familias pudientes que podían hacerse cargo de la cuantiosa suma necesaria para la "dote":


“ …mil pesos de plata ensayada y marcada de a cuatrocientos maravedíes cada peso, así como cien pesos corrientes para alimentos, además de muebles y sirvientes. “


Cada novicia debía entregar esta dote y así fueron reconstruyendo en esta ciudadela-convento los lugares de origen, la mayor parte de Andalucía, por lo que el conjunto, al cabo de los siglos, tiene un fortísimo acento que nos recuerda a la Mediana Azahara Andalusí, o las intrincadas calles sevillanas, granadinas o cordobesas, con sus muros encalados de colores. ¿El Albaicín? ¿Sacromonte? Estas calles los recuerdan. Y una explosión de colores, no solamente los blancos de albayalde, de algún modo el ardiente sol arequipeño también recrearía los colores de naranjos y limoneros y añiles y corintos que contrastan con la seriedad de alargados y oscuros cipreses.

Y las calles eran tantas que debían ser nombradas, y así el caminante de hoy se encuentra las calles Córdoba, Sevilla, Málaga, Burgos y Toledo por las que aún parece verse la huidiza sombra de un hábito talar. El asombrado turista que después de casi 400 años pudo por primera vez entrar en el Convento (está abierto a la pública curiosidad desde 1970) creería estar deambulando por callejuelas de un pueblo andalusí. Las calle son estrechas y sombrías para eludir el inclemente sol arequipeño, frescas a la vista con sus tiestos de reventones geranios o claveles, todo nos hace evocar un pueblo andaluz.


Y entre las calles no podían faltar las plazas, lugares de reunión de las monjas, sitios para compartir, no solo la compañía y las palabras, sino también las posesiones, las pequeñas y modestas posesiones con las que se enclaustraban las monjas. Entre ellas el intercambio de estos bienes, por medio del trueque, era habitual, y tanto llegó a serlo que la plaza donde esto se hacía fue llamada Plaza de Zocodover. Los marroquíes llaman zoco, precisamente, a un mercado; y Zocodover es la bellísima plaza toledana, aquella que Julio Porres Martín-Cleto describió como:

mentidero de Castilla, mercado de ganados, crisol del lenguaje, concentración de tiendecillas varias y escenario repetido de festejos, de autos de fe y de pequeñas vanidades provincianas durante varios siglos”



Así debió ser para estas monjas esta plaza del Zocodover para llamarla igual que la toledana, mentidero del convento, jerigonza de lenguajes, mercadillo de abalorios, probablemente algún festejo y alguna representación religiosa.

Las diferentes características generales de la arquitectura de los siglos XVI y XVII se mantienen aún intactas. Los callejones estrechos y largos, ininterrumpidos por pequeñas plazoletas hacen recordar la influencia árabe venida también junto con los conquistadores.


Muchos rincones de la Medina Andalusí se ven reflejados en el interior de Santa Catalina. Sus calles muestran la presencia hispánica y el decorado de las celdas con animales mitológicos, flores de cantuta, frutos como la chirimoya hacen sentir la presencia cultural indígena. El historiador Alejandro Málaga nos lo explica así:


"en su aspecto decorativo la arquitectura arequipeña se aparta más que ninguna otra región de América de las formas y estilos europeos conocidos, para acercarse a las formas y estilos aborígenes"


Lo que ocurrió es que los maestros españoles dirigían las obras encargando el trabajo menudo a asistentes indígenas de origen Collagua, afamados artesanos con admirable sentido estético demostrado en piezas de textilería, que impusieron figuras, acertadamente estilizadas, de la fauna y flora regionales.


La composición de este complejo arquitectónico está basada en la ciudadela en sí, sumándose a ella, una pinacoteca con pinturas pertenecientes en su mayoría a artistas mestizos de las llamadas Escuelas Cusqueña, Arequipeña y Quiteña pero también podemos encontrar un inequívoco Arcángel de la mano de Zurbarán. La ciudadela presenta diferentes lugares conectados por calles, entre los que destacan el Claustro de los Naranjos, llamado así por la presencia de naranjales que dan sombra a tres grandes cruces de madera situadas en el centro de este acogedor lugar y rodeado de arcos de sillar pintados en un azul que lo mismo puede ser un cielo sevillano que arequipeño. Dignos de mencionar son también el Claustro Mayor y el Patio del Silencio.

En este convento fue Priora la Beata Ana de los Ángeles Monteagudo y Ponce de León, nacida en Arequipa el 26 de Julio de 1595 y muerta en olor de santidad, en este Convento, el 10 de Enero de 1686, y que fue Beatificada en 1985.

Deambulando por sus calles y plazas aún me parece oir susurrar al unísono “las horas del oficio divino”: maitines y laudes, vísperas y completas y cánticos con arreboladas salmodias, lúgubres responsorios, inspirados salmos, un Veni Creator Spiritus, un De Profundis…todo esto suena aún por estas calles del cenobio.

Y así el convento que se recrecía hacia adentro, que guardaba con celoso decoro sus celdas y claustros para dedicarlos a la meditación y la oración, hoy se abre al mundo exterior y nos muestra, a los asombrados caminantes de sus andaluzas callejuelas, los caminos que para la perfección hicieron de Santa Catalina de Arequipa el más impresionante convento de la Hispanidad. Y entre soledades y sonidos recuerdo a San Juan de la Cruz:

La noche sosegada,en par de los levantes de la aurora,la música callada,la soledad sonora




Que cantó con tanto acierto Teresa de cepeda y Ahumada a los que se encerraban a morir porque no morían:
Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero
que muero porque no muero.
En mí yo no vivo ya
y sin Dios vivir no puedo
pues sin él y sin mí quedó este vivir
¿qué será?
Mil muertes se me hará
pues mi misma vida espero
muriendo porque no muero

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